Al escribir esto no es mi intención ni mi deseo sumarme a los que gustan
de hablar y teorizar sobre Arquitectura. Pero después de veinte años de oficio,
circunstancias imprevisibles me han obligado a concretar mis puntos de vista y
a escribir modestamente lo que sigue:
Un viejo y famoso arquitecto americano, si no recuerdo mal, le decía a
otro mucho más joven que le pedía consejo: “Abre bien los ojos, mira, es mucho
más sencillo de lo que imaginas.” También le decía: “Detrás de cada edificio
que ves hay un hombre que no ves.” Un hombre; no decía siquiera un arquitecto.
No, no creo que sean genios lo que necesitamos ahora. Creo que los
genios son acontecimientos, no metas o fines. Tampoco creo que necesitemos
pontífices de la Arquitectura, ni grandes doctrinarios, ni profetas, siempre
dudosos. Algo de tradición viva está todavía a nuestro alcance, y muchas viejas
doctrinas morales en relación con nosotros mismos y con nuestro oficio o
profesión de arquitectos (y empleo estos términos en su mejor sentido tradicional).
Necesitamos aprovechar lo poco que de tradición constructiva y, sobre todo,
moral ha quedado en esta época en que las más
hermosas palabras han perdido prácticamente su real y verdadera significación.
Necesitamos que miles y miles de arquitectos que andan por el mundo
piensen menos en Arquitectura (en mayúscula), en dinero o en las ciudades del
año 2000, y más en su oficio de arquitecto. Que trabajen con una cuerda atada
al pie, para que no puedan ir demasiado lejos de la tierra en la que tienen raíces,
y de los hombres que mejor conocen, siempre apoyándose en una base firme de
dedicación, de buena voluntad y de honradez (honor).
Tengo el convencimiento de que cualquier arquitecto de nuestros días,
medianamente dotado, preparado o formado, si puede entender esto también puede
fácilmente realizar una obra verdaderamente viva. Esto es para mí lo más
importante, mucho más que cualquier otra consideración o finalidad, sólo en
apariencia de orden superior.
Creo que nacerá una auténtica y nueva tradición viva de obras que pueden
ser diversas en muchos aspectos, pero que habrán sido llevadas a cabo con un
profundo conocimiento de lo fundamental y con una gran conciencia, sin
preocuparse del resultado final que, afortunadamente, en cada caso se nos
escapa y no es un fin en sí, sino una consecuencia.
Creo que para conseguir estas cosas hay que desprenderse antes de muchas
falsas ideas claras, de muchas palabras e ideas huecas y trabajar de uno en
uno, con la buena voluntad que se traduce en acción propia y enseñanza, más que
en doctrinarismo. Creo que la mejor enseñanza es el ejemplo; trabajar vigilando
continuamente para no confundir la flaqueza humana, el derecho a equivocarse
-capa que cubre tantas cosas-, con la voluntaria ligereza, la inmoralidad o el
frío cálculo del trepador.
Imagino a la sociedad como una especie de pirámide, en cuya cúspide
estuvieran los mejores y menos numerosos, y en la amplia base las masas. Hay
una zona intermedia en la que existen gentes de toda condición que tienen
conciencia de algunos valores de orden superior y están decididos a obrar en
consecuencia. Estas gentes son aristócratas y de ellos depende todo. Ellos
enriquecen la sociedad hacia la cúspide con obras y palabras, y hacia la base
con el ejemplo, ya que las masas sólo se enriquecen por respeto o mimetismo.
Esta aristocracia, hoy, prácticamente no existe, ahogada en su mayor parte por
el materialismo y la filosofía del éxito.
Solían decirme mis padres que un caballero, un aristócrata es la persona que no
hace ciertas cosas, aun cuando la Ley, la Iglesia y la mayoría las aprueben o
las permitan. Cada uno de nosotros, si tenemos conciencia de ello, debemos
individualmente constituir una nueva aristocracia. Este es un problema urgente,
tan apremiante que debe ser acometido en seguida. Debemos empezar pronto y
después ir avanzando despacio sin desánimo. Lo principal es empezar a trabajar
y entonces, sólo entonces, podremos hablar de ello.
Al dinero, al éxito, al exceso de
propiedad o de ganancias, a la ligereza, la prisa, la falta de vida espiritual
o de conciencia hay que enfrentar la dedicación, el oficio, la buena voluntad,
el tiempo, el pan de cada día y, sobre todo, el amor, que es aceptación y
entrega, no posesión y dominio. A esto hay que aferrarse.
Se considera que cultura o formación arquitectónica es ver, enseñar o
conocer más o menos profundamente las realizaciones, los signos exteriores de
riqueza espiritual de los grandes maestros. Se aplican a nuestro oficio los
mismos procedimientos de clasificación que se emplean (signos exteriores de
riqueza económica) en nuestra sociedad capitalista. Luego nos lamentamos de que
ya no hay grandes arquitectos menores de sesenta años, de que la mayoría de los
arquitectos son malos, de que las nuevas urbanizaciones resultan antihumanas casi
sin excepción en todo el mundo, de que se destrozan nuestras viejas ciudades y
se construyen casas y pueblos como decorados de cine a lo largo de nuestras
hermosas costas mediterráneas.
Es por lo menos curioso que se hable y se publique tanto acerca de los
signos exteriores de los grandes maestros (signos muy valiosos en verdad), y no
se hable apenas de su valor moral. ¿No es extraño que se hable o escriba de sus
flaquezas como cosas curiosas o equívocas y se oculte como tema prohibido o
anecdótico su posición ante la vida y ante su trabajo?
¿No es curioso también que tengamos aquí, muy cerca, a Gaudí (yo mismo
conozco a personas que han trabajado con él) y
se hable tanto de su obra y tan poco de su posición moral y de su dedicación?
Es más curioso todavía el contraste entre lo mucho que se valora la obra
de Gaudí, que no está a nuestro alcance, y el silencio o ignorancia de la moral
o la posición ante el problema de Gaudí, que esto sí está al alcance de todos
nosotros.
Con grandes maestros de nuestra época
pasa prácticamente lo mismo. Se admiran sus obras, o , mejor dicho, las formas
de sus obras y nada más, sin profundizar para buscar en ellas lo que tienen
dentro, lo más valioso, que es precisamente lo que está a nuestro alcance.
Claro está que esto supone aceptar nuestro propio techo o límite, y esto no se
hace así porque casi todos los arquitectos quieren ganar mucho dinero o ser Le
Corbusier; y esto el mismo año en que acaban sus estudios. Hay aquí un
arquitecto, recién salido de la Escuela, que ha publicado ya una especie de
manifiesto impreso en papel valioso después de haber diseñado una silla, si
podemos llamarla así.
La verdadera cultura espiritual de nuestra profesión siempre ha sido
patrimonio de unos pocos. La postura que permite el acceso a esta cultura es
patrimonio de casi todos, y esto no lo aceptamos, como no aceptamos tampoco el
comportamiento cultural, que debería ser obligatorio y estar en la conciencia
de todos.
Antiguamente el arquitecto tenía firmes puntos de apoyo. Existían muchas
cosas que no eran aceptadas por la mayoría como buenas o, en todo caso, como
inevitables, y la organización de la sociedad, tanto en sus problemas sociales
como económicos, religiosos, políticos, etc., evolucionaba lentamente. Existía,
por otra parte, más dedicación, menos orgullo y una tradición viva en la que
apoyarse. Con todos sus defectos, las clases elevadas tenían un concepto más
claro de su misión, y rara vez se equivocaban en la elección de los arquitectos
de valía; así, la cultura espiritual se propagaba naturalmente. Las pequeñas
ciudades crecían como plantas, en formas diferentes, pero con lentitud y
colmándose de vida colectiva. Rara vez existía ligereza, improvisación o
irresponsabilidad. Se realizaban obras de todas clases que tenían un valor humano
que se da hoy muy excepcionalmente. A veces, pero no con frecuencia, se
planteaban problemas de crecimiento, pero afortunadamente sin esa sensación,
que hoy no podemos evitar, de que la evolución de la sociedad es muy difícil de
prever como no sea a muy corto plazo.
Hoy día las clases dirigentes han perdido el sentido de su misión, y
tanto la aristocracia de la sangre como la del dinero, pasando sobre todo por
la de la inteligencia, la de la política y la de la Iglesia o iglesias, salvo
rarísimas y personales excepciones contribuyen decisivamente, por su
inutilidad, espíritu de lucro, ambición de poder y falta de conciencia de sus
responsabilidades al desconcierto arquitectónico actual.
Por otra parte, las condiciones sobre las cuales tenemos que basar
nuestro trabajo varían continuamente. Existen problemas religiosos, morales,
sociales, económicos, de enseñanza, de familia, de fuentes de energía,
etcétera, que pueden modificar de forma imprevisible la faz y la estructura de
nuestra sociedad (son posibles cambios brutales cuyo sentido se nos escapa) y
que impiden hacer previsiones honradas a largo plazo.
Como he dicho ya en líneas anteriores, no tenemos la clara tradición
viva que es imprescindible para la mayoría de nosotros. Las experiencias
llevadas a cabo hasta ahora y que indudablemente en ciertos casos han
representado una gran aportación, no son suficientes para que de ellas se
desprenda el camino imprescindible que haya de seguir la gran mayoría de los
arquitectos que ejerce su oficio en todo el mundo. A falta de esta clara
tradición viva, y en el mejor de los casos, se busca la solución en
formalismos, en la aplicación rigurosa del método o la rutina y en los tópicos
de gloriosos y viejos maestros de la arquitectura actual, prescindiendo de su espíritu,
de su circunstancia y, sobre todo, ocultando cuidadosamente con grandes y
magníficas palabras nuestra gran irresponsabilidad (que a menudo sólo es falta
de pensar), nuestra ambición y nuestra ligereza. Es ingenuo creer, como se
cree, que el ideal y la práctica de nuestra profesión pueden condensarse en
slogans como el del sol, la luz, el aire, el verde, lo social y tantos otros.
Una base formalista y dogmática, sobre todo si es parcial, es mala en sí, salvo
en muy raras y catastróficas ocasiones. De todo esto se deduce, a mi juicio,
que en los caminos diversos que sigue cada arquitecto consciente tiene que
haber algo común, algo que debe estar en todos nosotros. Y aquí vuelvo al
principio de esto que he escrito, sin ánimo de
dar lecciones a nadie, con una profunda y sincera convicción.
José Antonio Coderch, 1960
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